La herencia del petróleo: cómo el plástico se volvió parte de nosotros

A menudo hablamos de “plásticos” como si fueran bolsas, botellas o envoltorios, pero lo que menos vemos —y lo más inquietante— son sus versiones microscópicas: microplásticos y nanoplásticos.

  • Microplásticos (MPs): partículas de plástico cuyo tamaño suele situarse entre 1 micrómetro (µm) y milímetros (mm).

  • Nanoplásticos (NPs): partículas aún más diminutas, menores de 1 µm (a veces definidas como menores de 100 nanómetros).

Para ponerlo con un ejemplo sencillo: imagina una motita de polvo que cabe apenas en la punta de un cabello —eso puede corresponder a un nanoplástico—; en cambio, un pequeño fragmento de plástico visible bajo lupa puede ser un microplástico (más perceptible al ojo humano).

La diferencia no es solo de tamaño: mientras los microplásticos pueden quedarse en el intestino o en tejidos más gruesos, los nanoplásticos tienen mayor capacidad para cruzar barreras biológicas (intestinal, pulmonar, hematoencefálica) y llegar a células, incluso a órganos.

Un estudio reciente en Nature Communications mostró que los nanoplásticos de poliestireno pueden alterar la comunicación entre bacterias intestinales y células del huésped mediante microARN en vesículas extracelulares, afectando la integridad de la barrera intestinal.

Ejemplo para entenderlo mejor

Imagina que tu intestino es como una gran ciudad amurallada.

Dentro de ella viven millones de bacterias “vecinas” (tu microbiota), que hablan constantemente con las células del intestino para mantener la muralla fuerte y en buen estado. Esa comunicación se hace a través de pequeños mensajes llamados microARN, que viajan dentro de unas “burbujas” diminutas llamadas vesículas extracelulares.

El estudio de Nature Communications descubrió que los nanoplásticos de poliestireno pueden interferir en ese diálogo. Es como si entraran en la ciudad y distorsionaran los mensajes entre bacterias y células, haciendo que la muralla intestinal pierda parte de su fuerza o se vuelva más permeable.

En la práctica, esto significa que el intestino podría dejar pasar sustancias no deseadas al cuerpo o que las bacterias buenas pierdan su equilibrio. No es algo inmediato ni catastrófico, pero sí muestra cómo partículas tan diminutas pueden alterar funciones biológicas esenciales sin que lo notemos.

¿Dónde encontramos a estos pequeños “monstruitos”?

Estos plásticos diminutos están prácticamente por todas partes. Algunos ejemplos reales:

  • Agua y alimentos: microplásticos en agua potable, agua embotellada, pescados, mariscos, sal, miel o té.

  • Aire y polvo interior: partículas plásticas suspendidas que respiramos o que quedan en el polvo doméstico.

  • Cosméticos y productos de cuidado personal: exfoliantes, cremas o productos con microperlas y filtros.

  • Ropa sintética y fibras textiles: con cada lavado desprenden microfibras plásticas que terminan en el agua o el ambiente.

  • Suelos, sedimentos y ambientes acuáticos: ríos, océanos, lechos marinos, sedimentos acumulativos.

  • Organismos vivos: se han detectado microplásticos en insectos, animales acuáticos, plantas y microorganismos, formando lo que algunos llaman la “plastisfera”.

Filete de pescado con presencia de microplásticos visibles, símbolo de la contaminación marina que acaba en nuestra alimentación.
Filete de pescado con presencia de microplásticos visibles, símbolo de la contaminación marina que acaba en nuestra alimentación.

Una revisión que abarca distintos estudios reporta que los microplásticos se han detectado en al menos 8 de los 12 sistemas de órganos humanos analizados: cardiovascular, digestivo, endocrino, tegumentario, linfático, respiratorio, reproductivo y urinario. También se observaron en otras muestras humanas como leche materna, meconio, semen, heces, esputo y orina.

¿Plástico en el cerebro? Sí, es real (y alarmante)

Una de las evidencias más impactantes de los últimos meses: investigadores han detectado microplásticos acumulados en cerebros humanos fallecidos.

En el estudio “Bioaccumulation of microplastics in decedent human brains”, publicado en Nature, se analizaron tejidos cerebrales de decenas de individuos y se halló que el cerebro albergaba mayor concentración de microplásticos que el hígado o el riñón.

  • Imágenes por microscopía electrónica mostraron partículas diminutas —muchas por debajo de 200 nm— en las muestras cerebrales.

  • Algunas personas con diagnóstico de demencia presentaban niveles aún más elevados.

  • Otro estudio detectó microplásticos en la región del bulbo olfatorio (relacionada con el sentido del olfato): en 8 de 15 cerebros se hallaron partículas entre 5,5 µm y 26,4 µm, lo que sugiere que los plásticos podrían viajar por la vía olfatoria y alcanzar el cerebro.

Estos hallazgos no prueban con certeza que los microplásticos causen enfermedades neurológicas, pero sí plantean la necesidad urgente de investigar mecanismos neurotóxicos.

¿Qué peligros suponen para nuestra salud?

Aunque la investigación sigue en desarrollo, ya se han identificado varios mecanismos potencialmente perjudiciales:

1. Estrés oxidativo e inflamación

Las partículas plásticas pueden generar especies reactivas de oxígeno (ROS), es decir, sustancias que dañan las células y las hacen envejecer antes de tiempo. También pueden inducir respuestas inflamatorias crónicas. ScienceDirect

2. Disrupción del intestino y del microbioma

Los nanoplásticos pueden afectar la barrera intestinal, provocar disbiosis (desequilibrio del microbioma) y alterar la comunicación bacteriana. Nature Communications

3. Distribución a órganos y bioacumulación

En modelos animales se ha observado que los micro y nanoplásticos pueden llegar al hígado, riñón, pulmones, cerebro y otros tejidos. PubMed Central

4. Efectos metabólicos, inmunitarios y hormonales

Pueden interferir con el metabolismo celular, activar respuestas inmunes no deseadas y actuar como portadores de aditivos químicos como ftalatos, bisfenoles o retardantes, conocidos disruptores endocrinos. PubMed Central

5. Posibles efectos neurológicos

La exposición a micro y nanoplásticos podría alterar la función neuronal, inducir inflamación en el sistema nervioso central e influir en trastornos neurodegenerativos como el Parkinson o la demencia. ScienceDirect

¿Qué podemos hacer para reducir la exposición?

Aunque no podemos evitar al 100 % estos plásticos invisibles, sí hay medidas prácticas que podemos aplicar:

  • Evita plásticos de un solo uso: opta por vidrio, acero inoxidable o envases reutilizables.

  • No calientes alimentos en plásticos (microondas, envases desechables).

  • Usa filtros de agua capaces de retener partículas pequeñas.

  • Prefiere ropa de fibras naturales y reduce la frecuencia de lavado; usa bolsas o filtros para capturar microfibras.

  • Ventila bien los espacios interiores y limpia el polvo con regularidad.

  • Exige transparencia a los fabricantes: que informen qué componentes plásticos usan y reduzcan su uso innecesario.

Nuestra reflexión final

Durante los últimos dos siglos, el ser humano ha vivido una auténtica revolución energética y material. El petróleo, un recurso fósil formado a partir de sedimentos acumulados durante millones de años, se convirtió en el motor de nuestra civilización moderna: impulsó la industria, la movilidad, la agricultura, la medicina y prácticamente todo lo que nos rodea. Pero también nos ha hecho profundamente dependientes de un material que hoy empieza a volverse contra nosotros.

De ese mismo petróleo que nos dio combustible y calor nacieron los plásticos, los disolventes, los fertilizantes sintéticos, los pesticidas, los cosméticos modernos y una larga lista de productos cotidianos. Sin embargo, con el paso del tiempo hemos descubierto que la energía y los materiales derivados del petróleo no desaparecen: se transforman. Se fragmentan, se infiltran en el aire, en el agua, en la tierra… y, finalmente, en nuestros cuerpos.

Hoy los estudios científicos lo confirman: respiramos, bebemos y comemos pequeñas trazas de nuestro propio progreso. Microplásticos y nanoplásticos en el cerebro, en la sangre, en la placenta, en los océanos. Es, en cierta forma, la factura biológica del petróleo.

Por eso, la pregunta ya no es si deberíamos cambiar, sino cómo y cuándo lo haremos. No se trata solo de sustituir el petróleo por una fuente energética más limpia (solar, eólica, hidrógeno verde o biomasa), sino de repensar su uso y diseñar materiales que puedan volver al ciclo natural sin dañar el entorno.

La clave no está únicamente en la tecnología, sino en la conciencia con la que decidamos usarla.

Quizá el reto más grande del siglo XXI no sea descubrir nuevas fuentes de energía, sino aprender a vivir en equilibrio con las que tenemos.

Si el petróleo fue el combustible del progreso, tal vez ha llegado el momento de que la responsabilidad y el conocimiento sean el combustible del futuro.

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